ACTUALIZADO EL 21 DE ABRIL DE 2015
POR ÓSCAR ARIAS SÁNCHEZ
América Latina es un conglomerado, cada vez menos armónico,
de realidades distintas. Está claro que la región participa de una herencia
común. Es cierto que casi todos los países de la región comparten el mismo
idioma, una arquitectura política similar, ordenamientos jurídicos análogos y
algunos valores fundamentales que han alentado, entre muchas otras cosas, un
sentido particular de la justicia social.
Debemos admitir, además, que la región exhibe también
patologías similares: una nefasta propensión al populismo y a la demagogia, un
compromiso vacilante con la democracia liberal y el Estado de derecho, un
récord de violencia bárbaro y difícil de extinguir, un escandaloso expediente
de corrupción y una dificultad proverbial para traducir las promesas políticas
en realidades concretas.
No pretendo afirmar que estas virtudes y flaquezas son del
dominio exclusivo de América Latina, pues varían enormemente en el interior de
la región. Cuando se habla de la situación de la democracia en América Latina
se debe tener cuidado de no comparar la democracia de Chile con la de
Venezuela; o la de Uruguay con la de Nicaragua. Asimismo, cuando se habla de
inseguridad, debe distinguirse entre el caso de Honduras y el de Costa Rica, o
entre el de México y el de Panamá.
La región cuenta con un grupo de países que han alcanzado
grandes avances en la consolidación de la democracia y el fortalecimiento del
Estado de derecho. En el otro extremo, solo uno –Cuba– carece actualmente de
las condiciones mínimas para ser considerada una democracia electoral.
En el centro, han surgido nuevas categorías que merecen
estudio y abordaje. Existen países en donde los gobiernos son elegidos, pero
las libertades individuales son irrespetadas. En otros, las libertades
individuales son reconocidas, pero no exigibles por la ausencia de órganos
judiciales fuertes y transparentes.
La democracia en la región no puede considerarse plena en el
tanto subsistan estas deficiencias, aun en presencia de elecciones libres y
justas.Hay países en donde el Gobierno promueve proyectos maravillosos, pero
carece de solvencia fiscal para financiarlos y de burocracias eficientes para
implementarlos; y hay países donde los ricos casi nunca pagan impuestos, los
programas sociales casi siempre se distribuyen entre los partidarios y los
contratos públicos a menudo los ganan los amigos.
Es necesario que desarrollemos mecanismos para lidiar no
solo con la dicotomía democracia-autocracia, sino también con fenómenos más
sutiles, como las democracias iliberales y las democracias con Estados de
derecho endebles.
Preocupación económica. A la preocupación por la
situación de la democracia se suma ahora la preocupación por el desempeño
económico de varios países que, durante la última década, experimentaron tasas
de crecimiento acelerado, motivadas por el bum de los productos primarios, en
particular los de las industrias extractivas. Algunos países de la región que
se acostumbraron a crecer a tasas del 7% y 8%, lo harán apenas un 3% o un 4%
este año, como Perú.
Habrá países que aspirarán a tasas de crecimiento del 2% o
3%, como México o Costa Rica y otros que enfrentarán tasas de crecimiento nulas
o negativas, como Venezuela o Brasil. Esto acrecienta las posibilidades de
conflicto social y pone presión sobre Gobiernos que tendrán dificultades para
satisfacer las demandas de la población, en particular la de la clase media
joven.
De nuevo, algunos se encuentran mejor preparados que otros.
Existen países que han venido diversificando sus economías, incentivando la
productividad, invirtiendo en investigación y desarrollo y alcanzando mejoras
en el clima de negocios. Es indispensable que los Gobiernos de la región se
concentren en atender estos factores de producción, en lugar de cruzar los
dedos a la espera de otra primavera en el sector primario.
La educación. Nada es más importante para las
expectativas futuras de la economía, la política y la cultura latinoamericana
que la calidad del sistema educativo. No obstante, solo uno de cada dos jóvenes
latinoamericanos concluye la secundaria – uno de cada tres en el quintil más
pobre, según cifras de la Cepal–.
Nuestros países se ubican en los últimos lugares de los
resultados de la prueba PISA, a pesar de un gasto en educación equivalente o
superior al de países que obtienen notas mejores.
Estamos enseñando poco y estamos enseñando mal y, sin
embargo, las reformas educativas son anatema en la mayoría de nuestros países,
en parte por la presencia de sindicatos educativos fuertes y reaccionarios,
pero en parte, también, porque nuestras sociedades exhiben una profunda
aversión al cambio cuando se trata de alterar la forma y el contenido de lo que
aprenden los menores. Por sorprendente que parezca, la región del realismo
mágico es muy poco creativa cuando se trata de enseñar.
Mientras Alemania declara la educación terciaria gratuita y
Finlandia anuncia el abandono del sistema educativo basado en “materias”, en
América Latina seguimos enfrascados en una discusión sempiterna sobre los
derechos laborales de los maestros y profesores. Por supuesto que las
condiciones de trabajo de nuestros educadores son cruciales y por supuesto,
también, que debemos aspirar a pagarles salarios competitivos, ofrecerles
incentivos para la capacitación constante y asegurarnos de reclutar a los
mejores profesionales para dedicarse a la enseñanza, pero no debemos cometer el
error de creer que las reivindicaciones magisteriales constituyen reformas
educativas.
Si queremos aspirar a un futuro distinto, debemos mejorar
los estándares por los que medimos tanto a nuestros maestros como a nuestros
estudiantes. Debemos actualizar el contenido curricular para preparar a
nuestros jóvenes para el mundo que los espera, no para el de hace treinta años.
Debemos alinear la oferta educativa con la demanda laboral. Debemos enseñar
destrezas y habilidades, en particular idiomas y el uso de tecnologías, no solo
la facultad de repetir de memoria lo que se lee en un libro de texto.
Debemos promover cambios que nos permitan crear ciudadanos
informados, comprometidos, habilitados para asumir la fundamental tarea de
vivir en sociedad. De esto depende nuestra capacidad para formar un electorado
blindado contra el mesianismo y las tendencias autoritarias. De esto depende
nuestra capacidad de forjar economías productivas e innovadoras. De esto
depende nuestra capacidad de crear sociedades tolerantes e inclusivas, donde
sea posible la realización personal en libertad, donde cada quien pueda
encontrar su llamado y perseguir su estrella.
No sé qué le espera a Latinoamérica. La política es
maravillosa en su incerteza. El destino pertenece al ámbito de la religión, del
misticismo o de la mitología. En la política, en cambio, no hay más que
preguntas insaciables y respuestas tentativas. Por eso, quizás, nos atrae tanto
la noción del pueblo en el desierto, porque ignoramos detrás de cuál montaña se
esconde la tierra prometida y de cuál gota de rocío habrá de brotar el maná del
cielo.
El liderazgo político es una forma, siempre imperfecta, de
superar esa ignorancia; de encontrar la senda en medio de la arena.
Me honro de haber dejado mis huellas al lado de grandes
amigos, y les corresponde ahora, a los jóvenes de Latinoamérica, emprender su
propio éxodo hacia un mañana de mayor justicia y esperanza.
El autor ha sido presidente de Costa Rica en dos ocasiones:
de 1986 a 1990 y del 2006 al 2010.
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